Cuando no puedes parar de comer

Herramientas para sanar emociones y controlar la adicción
 
Por Samadhi Yaisha / Especial El Nuevo Día
No comíamos para escapar de la depresión. Era al revés. La depresión ocurría porque no podíamos parar de comer.
He aquí el testimonio de una mujer quien aún no se ha dado cuenta: “Me siento muy mal, tengo baja autoestima y sobrepeso, pero por más que me esfuerzo, siempre recaigo (en comer). Quiero hacer las cosas bien, pero no entiendo qué pasa. Paso mucho tiempo frente al televisor y la computadora: no puedo parar”.
Para mí fue difícil ver que se trataba de una adicción -igual que un alcohólico que no puede soltar la botella y vive deprimido- porque yo no padecía obesidad mórbida y tampoco me consideraba una persona adicta. Creía que era cuestión de fuerza de voluntad y que la próxima dieta funcionaría. Así viví en negación durante mucho tiempo. He aprendido que no tenía que ver sólo con mi aspecto exterior, sino con cómo me sentía por dentro, cuánto apoyo humano había en mi vida, mi relación con la nutrición y la creencia de cuánto merecía sentirme nutrida emocional y físicamente.

La pesadilla
Mi última comilona ocurrió hace 364 días. Tras dos años y medio de recuperación y cinco meses de abstinencia de todo tipo de azúcar, estaba muy segura de que podía “cogerme un break” y disfrutar de un fiestorro con bizcocho. Pero fue igualito que para un alcohólico probar el primer trago tras meses o años de sobriedad. Durante las próximas ocho semanas, no pude parar de ingerir azúcares y harinas. Hacía mi compra saludable, y luego gastaba más dinero en comida chatarra -también disponible para vegetarianos. Era capaz de hacer una juerga con comida saludable. No podía detener a la Mrs. Hyde que se despertaba en mí, y la resaca al día siguiente era igual que tras una noche de alcohol sin tregua: las tardanzas o ausencias al trabajo, el aislamiento, el deterioro emocional, la desconexión interior y con otros seres humanos. Ya me habían dado dos avisos disciplinarios por ponchar tarde y apenas comenzaba en un puesto nuevo. Y para ahogar todo eso, seguía comiendo sin saciarme. No engordaba por la increíble capacidad de no comer por los próximos dos días tras un festín, escondiendo la conducta tras un “ayuno de jugos vivos” que sobrellevaba mareada. Mi conducta reflejaba ambos extremos del péndulo. Había visto la naturaleza progresiva de la condición, sobre todo porque antes podía “controlarla” con dietas comerciales, y ya no. Compraba en los puntos de panaderías, gasolineras y farmacias, escondiendo la vergüenza de que aquella montaña de “snacks” no era para toda la semana, sino para una sola noche. Si no me detenía a tiempo, el próximo peldaño en descenso serían la bulimia y la anorexia. ¿Cómo deja una de ser adicta a una sustancia que necesita para vivir? ¡No era falta de fuerza de voluntad! ¡Había viajado tan lejos como había podido para sanar! Además de la codependencia, he aquí la verdadera razón de mi travesía.
Antes de comenzar este viaje, pensé que había “vencido” a la adicción. Un día de mayo, en 2010, utilicé toda la fuerza de voluntad que tenía para no sucumbir a una merienda azucarada a la medianoche, la cual se volvería interminable. Arrodillada sobre mi cama, pedí ayuda divina, me abracé, temblé, me agarré de la sábana, lloré hasta que me venció el sueño, tuve pesadillas, sudé... y cuando abrí los ojos al día siguiente, sentí que una sombra pesada había abandonado mi cuerpo y mi mente. Sin embargo, no estaba lista para lo que surgió en las próximas semanas: la avalancha de recuerdos de duelos y pérdidas que había ahogado en azúcar y reclamaban que los manejara. En aquel momento, rogué por apoyo desesperadamente.

Reconocer la impotencia
Ahora me encontraba ante un umbral similar. Le pedía a Dios que me detuviera, pero parecía no escucharme. Hasta que un día, tras ver una película espiritual acompañada de una pizza vegetariana entera y una pinta de helado de soya con chocolate orgánico -que no disfruté para nada- sentía la nota dulce nublar mi consciencia y recordaba que otras mujeres que se habían recuperado antes de mí habían tardado años en lograr una abstinencia sostenida. Yo trabajaba mis herramientas de recuperación lo mejor que podía; no entendía por qué recaía. Ese día exhalé y solté la cuchara: entendí que no tenía control sobre el resultado. Estaba tan cansada de luchar que ni siquiera podía decirle a mi Poder Superior lo que estaba en mi cabeza: “¡Imagino que será cuando te dé la gana!” En vez, hice las paces con el hecho de que no sería a mi tiempo, y lo dejé ir.
Pocos días después, mi voz interior me empujó a asistir a un retiro de recuperación cuyo costo era ínfimo. Con un par de días de sobriedad de comida insana, levantarme y vestirme fue una gesta heróica. Llegué al mediodía, arrastrando el cuerpo y con las emociones disparándose en todas direcciones. Me dolía que me abrazaran y me tocaran, y sentía que no podría estar mucho tiempo allí. Hablaba una mujer que había conducido más de 700 millas para decirnos cómo había logrado parar de comer en exceso, y eso llamó mi atención.
¿Quién guía durante 13 horas para dar una charla gratuita sobre qué le había ayudado a sanar? Habló sobre cómo la ansiedad, la depresión y la adicción se habían quedado con todo antes de ella encontrar su camino de vuelta. Yo la miraba absorta: “¡Pero si ésa he sido yo! ¡Hasta en los gestos y las palabras!”, pensé.
Nos mostró su receta mágica: tazas y cucharas para medir, y una pesa para ponerle límites a la comida; la asistencia de un dietista o nutricionista que entendiera la condición hasta el tuétano; y lo más importante, casi una decena herramientas sólidas de apoyo emocional y humano que ella practicaba todos los días sin excepción.

Hora de cambiar
Yo me había resistido a hacer aquello porque era mucho trabajo: “Yo no estoy tan mal. Hay gente que está peor. Yo lo puedo controlar”. Pero ya no podía permitirlo. Ese mismo día, empecé a medir y a pesar alimentos, y agarré el teléfono. Descubrí que aquellas mujeres, que eran tantas como para poblar un pequeño país, sabían cómo ayudarme, no rescatándome, sino enseñándome cómo salir y animándome sin tregua. La adicción pateó de vuelta con todo lo que pudo, pero yo le respondí: “Ya no estoy sola. Se acabó, vas a llegar hasta aquí”.
Entendí que no comíamos para escapar de la depresión. Era al revés. La depresión ocurría porque no podíamos parar de comer. Y eso muy pocos de nuestros terapistas lo entendían. Conocí gente cuya enfermedad no se detuvo con antidepresivos, pastillas, laxantes, cirugías bariátricas, procesos holísticos, ni amputaciones por diabetes. Confrontábamos una condición que era astuta, y requeríamos de toda la ayuda posible. Recuperarnos significaba prestar atención cuidadosa a nuestra salud física, emocional, psicológica y espiritual, y retomar el terreno interior que le habíamos entregado a la comida. Peter G. Linder, pasado presidente de la Asociación Americana de Médicos Bariátricos, favoreció estos procesos de recuperación: “Ésta es una gran herramienta terapéutica que yo, como médico que ha lidiado con personas obesas durante 27 años, puedo apreciar”.
Para mí las adicciones sí tienen cura: la solidaridad de acero. Y para curar a un adicto hace falta ayuda divina y tanta gente como un país entero.

Para información de apoyo, busca en Facebook: “90 días: una jornada para sanar”

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