La fiesta de Francisco El Hombre

Calixto Ochoa (centro), al lado de su amigo Alfredo Gutiérrez (derecha). / Archivo
Por: Giancarlo Calderón / Valledupar, Cesar

El juglar Calixto Ochoa es el homenajeado en la edición 45 de esta fiesta folclórica.   Calixto Ochoa (centro), al lado de su amigo Alfredo Gutiérrez (derecha). / Archivo



Con el baile emblemático de las piloneras y los piloneros (antecedido por el baile de las piloneritas y los piloneritos, en el que se le deja espacio a los más chicos) por una de las principales avenidas de Valledupar, la tarde del jueves, con un gran arco iris por marco y con el sudor a chorros de bailarines y bailarinas de diversas condiciones sociales y edades, comenzó la edición 45 del Festival de la Leyenda Vallenata.

Esta vez el homenajeado es Calixto Ochoa, uno de los más prolíficos músicos del país. Alguien que con su creatividad musical ha puesto a bailar y a cantar durante más de cincuenta años a una región (por decir lo menos, pues los cantos de Ochoa trascienden, con creces, ese límite geográfico). Conocido como uno de los más versátiles músicos del folclor vallenato y la música tropical, Ochoa nació el 14 de agosto de 1934, en Valencia de Jesús, una población cercana a Valledupar. Es el tercer rey vallenato (1970), compositor de paseos, merengues, charangas, porros, y otra variedad de ritmos que se convirtieron en auténticos clásicos. Lirio rojo, Los sabanales, Todo es para ti, El africano, entre muchos otros, lo destacaron como un compositor peculiar, de letras originales, con cierto desparpajo picaresco en muchas de ellas, y muy romántico en otras tantas. Calixto Ochoa ya tenía un lugar dentro de los grandes de la música, y este homenaje es, sin duda, un acierto de los organizadores del festival.

La programación oficial ofrece un plato mixto, entre los concursos tradicionales y las presentaciones de artistas nacionales y extranjeros. Los aspirantes para coronarse rey vallenato en sus cuatro categorías (profesional, aficionado, juvenil e infantil) marcaron esta vez un récord de inscripción (un total de 321), y ofrecen una oportunidad para saborear acordeón, caja y guacharaca durante horas y horas, para tener contacto con los instrumentos que son la raíz sonora de esta música. La canción inédita y la piqueria, con la palabra como arma para doblegarse unos a otros, son el complemento que nutre el concurso folclórico. Espectáculos de artistas vallenatos y de otros géneros cierran la carta ofrecida por la fundación del festival.

Pero está la otra, la programación no programada. La que se arma en las calles, y que poco a poco va decorando la ciudad con sonrisas. La que se ofrece en las casas, en sus terrazas y, sobre todo, en sus patios: en estos espacios hay mucho de lo verdaderamente interesante de esta fiesta. Es allí donde la leyenda de Francisco El Hombre renace, flotando casi imperceptible, pero manteniéndose como un espejo donde se reconocen quienes se alimentan del folclor.

Es en ese ambiente desenfadado donde nacen las conversaciones no pactadas, que terminan prolongándose horas. Es en esos encuentros donde surgen las parrandas, y en éstas las canciones que todo el mundo se sabe de modo casi natural. Y, con el licor casi siempre como acólito, se termina celebrando, principalmente, un mismo motivo: estar vivos y lejos de la muerte. Ya lo dice mejor El amor amor: “Cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la muerte”. Aquí se le huye a la muerte cantando.

En Valledupar, los cantantes, acordeoneros y compositores son prácticamente incontables. Y aunque se hiciera un censo estricto de músicos, no sería suficiente para hacer justicia a la realidad de este lugar, por una razón más bien intangible: aquí todo el mundo (las minorías de excepción están a salvo de tal sentencia, por supuesto) se cree o quiere ser cantante, acordeonero, o algún rol aledaño. Y de hecho cumplen su cometido, o deseo; la gente canta, bien o mal, pero lo hace, y toca, así sea con sus dedos cerca del pecho, imaginando un acordeón, a pesar de que muchos nunca hayan tenido uno en sus manos. El grueso de la población siente la música vallenata como algo muy suyo, inherente a su cultura, a sus costumbres, a su vida. Quizá, sin tenerlo muy racionalizado, todos se sienten parientes de Francisco El Hombre.

Un hombre que es todos los hombres en buena medida: todos, alguna vez, disputamos esa pugna. Sobre todo, si se mira bien, con nosotros mismos. Tal vez el propio Francisco El Hombre, o todos los hombres que somos Francisco, sentimos la necesidad de inventar, o la resignación de aceptar, un antagonista terrible para que la victoria tenga un mejor sabor. Él lo hizo: venció al diablo. Se le plantó y a punta de acordeón, y con una altivez transparente y un carácter recio, le dijo: “Aquí mando yo; en mí mando yo”.

El alma de El Hombre está por estos días en Valledupar. Anda por ahí, se aviva cada vez que un acordeón suena. Francisco El Hombre nunca existió, pero está más vivo que muchos vivos.

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