Freud. La cocaína. Dios y el sexo


Por: Leo Castillo/  Escritor y periodista / Barranquilla.

En el año 1884 Freud, contando 28 de edad, quiso probar, con el propósito de analizar sus efectos, una sustancia hasta este momento apenas conocida

Esta pequeña mujer del gran hombre excitó en su marido la más viva reacción de celos del siglo incurriendo en el sicalíptico desliz de atarse una media en mitad de la calle. Alguna vez Freud habría de despacharse en términos en que exhibe por ella, y no solo por ella, la más ardiente afición del deliquio más exaltado: “¡Cuídate, mi amor! Cuando esté contigo te abrazaré hasta ponerte colorada y te voy a hacer comer hasta que engordes. Y si no quieres obedecer, ya verás quién es el más fuerte de los dos: si la tierna niña que no quiere comer lo suficiente, o el fogoso caballero que tiene cocaína en sus venas.

En mi última crisis depresiva tomé coca, y una dosis mínima bastó para ponerme a tono. En estos momentos estoy tratando de reunir cuanto se ha escrito sobre esta mágica sustancia, con objeto de escribir un poema que ensalce sus cualidades”. En términos no menos exaltados había hablado, antes de irse a ver con Marta, a Carl Koller, de su mágica sustancia. Se había informado ya antes acerca de esta síntesis de las hojas de una planta que en América los indios mastican para acometer sin desmayo las recias tareas agrícolas y distraer el hambre, así que la quiso ensayar en afecciones cardíacas y de esa fatiga nerviosa que exhiben durante su tratamiento los morfinómanos.
Pero, ¡ay, Marta!, al volver de su viaje por motivos prosaicamente sentimentales se encuentra conque Koller, en el Congreso de Oftalmología de Heidelberg, ha ofrecido una conferencia exponiendo los resultados de sus experimentos con la cocaína como anestésico local en ojos de animales, y que será él, y no Freud, quien pase a la historia como el padre de este recurso luego de tanto valor quirúrgico.
Pero Marta no tiene por qué echarse cargos de conciencia. Su galán, aludiendo al lance, no llegará apenas sino a “mostrar que si no me hice célebre de joven fue por culpa de mi prometida (...) y “no guardo rencor a mi prometida por la ocasión desperdiciada entonces”.
El doctor Freud experimenta en persona los efectos de la maravillosa sustancia de que basta una vigésima parte de un gramo para pasar instantáneamente de su mal humor más o menos corriente a la exultación y al entusiasmo incluso por el trabajo, a la euforia física de quien ha engullido una buena comida con el mejor apetito, a pesar de llevar casi un día sin probar bocado. Freud (Mauge) es el primer cocainómano de la historia.
Habiendo descubierto América, Freud corre a feriarla. Se la da a Marta, vaya, para curarla de la anemia y así “darle color a tus mejillas”, a sus hermanos, a todo el mundo. Precisa que con ésta no pasa como con la gravosa morfina, que genera dependencia. No existe el menor riesgo de intoxicación.
Mientras tanto, en el equipo de Brucke, su desgraciado amigo el doctor Ernst von Fliess está a punto de morir. Este Fliess es un peculiar sujeto que ha llevado su originalidad científica al punto de construir una estructuradísima teoría apoyada en el comportamiento de la nariz de sus enfermos. En efecto, dice haber notado que durante la menstruación la mucosa nasal de las mujeres se hincha… y de aquí pasa a declarar que al universo todo le viene la regla: la menstruación es apenas una muestra en nuestras hembras de lo que le sucede al universo entero cada, no sé, ¿cada 28 días quizá? Pasamos a otra cosa, ¿verdad? Sí, pero no sin antes hallarnos con que Freud le había aconsejado que tomara cocaína para perder el hábito de la morfina (no podía contraerse hábito a la mágica coca de los indios de América del Sur.)
Fliess (antes del menudeo en nuestras calles del siglo XXI la pureza del producto era perfecta, ergo, el efecto muchísimo más potente) la tomaba a razón de un gramo diario y “llegó al último grado de intoxicación, en que al enfermo le sobrevienen síncopes y crisis de delirium tremens”. Ignoro si murió debido a la cocaína que Freud “le hacía tomar.”
Freud ignoraba el inapreciable servicio que prestaría a los carteles de la droga colombianos; la cefalea que ocasionaría a las autoridades y gobierno de los Estados Unidos: la recomendó a tantos médicos que no solo en Alemania sino en Austria se proliferaron casos terminales de intoxicación.
De modo que le tocó defenderse de la opinión científica y de la pública arguyendo que no había ningún riesgo si, en lugar de inyectársela, se la absorbía. Y es aquí donde entra en escena la presencia inmarcesible de nuestro doctor Núñez. Y es que sépase que doña soledad Román de Núñez, la esposa del autor de la centenarísima Constitución del 86 (1886), ignorando los prejuicios (y perjuicios) morales y políticos que nos atenazarían a los muchachos del S. XXI escribió una suerte de opúsculo que tituló Los últimos días del doctor Núñez, en que dice textualmente (la memoria no me falle) que el presidente de Colombia, algo senil, se equivocaba y “en vez de verter las dos cucharaditas de azúcar a su tisana, se las ponía de cocaína.” ¿Mató la cocaína al doctor Núñez, habida cuenta de las importantes dosis que consumía, o fue, al menos, el primer gran cocainómano de nuestra república?

Dios. El sexo

Si todavía suena escandaloso aseverar que los recién nacidos sienten placer sexual al chupar el pecho de su madre; que las niñas sufren por no tener un pene como los niños y que el erotismo de los niños de tres años radica en el ano. Que luego de dejar el biberón el niño advierte placenteras, intensas sensaciones eróticas en las mucosas del ano en el momento de evacuar las heces; que estas heces, debido a las amenazas y aun castigos de los padres por su lúdica relación con ellas, porque hace del cuerpo fuera de su graciosa bacinilla, empiezan a revestir una particular importancia, al punto de convertirse en herramienta de combate; que pues según se conduzcan en esto son premiados o reprimidos, y precozmente establecen los niños que, al tocarse el ano, tienen un medio de enfrentarse a los adultos, de donde pasan a echar mano de ello para hacerles sufrir (estadio que, a mi ver, consecuentemente, denominó Freud período sádico-anal); que luego sobreviene, abarcando el tercero, cuarto y quinto años de la infancia el espectacular estadio del órgano masculino exhibido en la faceta de su erección prodigiosa; que luego advienen las exploraciones sensuales, el gran hallazgo de la masturbación mediante la manipulación del pene o el clítoris, llegando a declarar que los niños están psíquicamente capacitados para desarrollar todas las actividades sexuales; que “la sexualidad no comienza en la pubertad, como podría hacer pensar una observación superficial”… si todavía gravita sobre estos tópicos el ingente peso del tabú en la sociedad neurótica de nuestros días, ¿qué de sorprendente hay en que estos y otros asertos hechos públicos en una era de todavía una sexualidad maldita, la del siglo XIX, al final de una conferencia de Freud para la Asociación de Psiquiatría y Neurología de Viena, en el silencio mortal en que se sumió la sala, Krafft-Ebbing, presidente de la Asociación, no necesitara subir la voz para detonar la sorna de un comentario cuyo eco llega todavía hasta nuestros oídos: “¿Esto es un cuento de hadas científico”? Mantiene que los homosexuales no son nada singulares, como se las dan: el sicoanálisis revela que todos y todas somos capaces de aparearnos con el otro o la otra del mismo sexo: “incluso cabe afirmar que los sentimientos eróticos dirigidos hacia personas del mismo sexo tienen un papel tan importante en la vida sicológica normal como los sentimientos para con el sexo contrario”, dicho de otra manera, el doctor Roberto Gerlein y usted, señor lector, son por igual esencialmente gays.

Freud hace de la sexualidad la piedra angular de su sistema. Conviene sin embargo, deslindar la connotación del concepto de sexualidad en Freud, el cual desborda la ergástula de la sociedad, por excelencia la gran hipócrita satanizadora de la sexualidad hasta hoy. He dicho concepto, pues en cuanto a la praxis no debiéramos perder de vista el episodio de celos por lo de la media de Marta en la calle. Mas vemos que el gusto del biberón, pegarse a la propia mamá, buscar el calor o defecar se inscriben por igual dentro de la órbita del erotismo, y “únicamente existe una tendencia hacia el placer”, empleando esta palabra para “cuanto contiene placer o desagrado.”
Del aparatoso, rocambolesco y melodramático amor contemporáneo. Freud recuerda que la Antigüedad valoraba el impulso sexual per se; se lo sublimaba y éste irradiaba importancia sobre el objeto, mientras que nosotros nos enamoramos de alguien (el objeto) y devaluamos el sexo, que es justo lo que nos ha llevado a esa persona-objeto, de modo que estaríamos cogiendo el rábano por las hojas. Pero no nos vayamos por las ramas. Íbamos, me parece, en que deseamos sexualmente a nuestras madres y queremos imperativamente dar muerte a nuestro padre (complejo de Edipo); que somos unos míseros destetados que lloramos por haber perdido el seno de mamá. La religión es el mal resultante de esta neurosis incestuosa; una grave neurosis colectiva. Durante la Comunión, al recibir el trocito de hostia, nos estamos zampando el cuerpo de un hombre, de Cristo, y Cristo es el padre asesinado por la tribu ancestral que se lo come para, devorándole, asimilar su poder. Es el célebre tótem de la tribu, encarnación del “Macho Alfa” que se tomó el poder y a las mujeres (con ello la madre) y que recibe su merecido cada vez que vamos a misa y comulgamos. La Comunión es un ajuste de cuentas que cobra una vieja deuda. Dios es ese carcamal de Macho Alfa. Muerto Papá Dios, nos sobrecoge el miedo al vernos compelidos a luchar los unos contra los otros. La rapiña.
Como una tarde se detuvieran a almorzar en un hotel de Bremen, donde habían sido hallados fósiles prehistóricos en muy buen estado, y notando Freud cómo este asunto era comentado especialmente por Jung, de repente el infeliz se nos desmayó. Una vez vuelto en sí explicó que se había desvanecido porque, analizado sicoanalíticamente, Jung, “su hijo y heredero”, al hablar de los fósiles, translucía que le deseaba a él la muerte. Casi como para su testamento esta declaración: “Me extraña no haber caído en la cuenta de la extraordinaria ayuda que el método psicoanalítico puede aportar para la curación de las almas; pero supongo que es porque como soy un maldito hereje todo ese problema me es ajeno”.
El final. Luego de dieciséis años de insomnes cuidados por parte de Anna Freud, su hija, que veló al enfermo penosa, dolorosamente aquejado de un cáncer de boca; luego de unas treinta operaciones por esta causa el doctor Freud, judío azuzado por los perros del nazismo, pide a su médico, el doctor Schur, que cumpla su promesa: “el doctor Schur saca una jeringuilla del estuche y la llena con una dosis de morfina suficiente para acabar con el último soplo de vida”. Es el 23 de septiembre de 1939. Había nacido en una ciudad del gran imperio de los imperios de Europa después del Medievo, Austria, en mayo de 1856, bautizado Sigismund Schlomo Freud, seguramente uno de los hombres más entrañables e influyentes de la ciencia del alma humana y de la cultura de los hombres hasta hoy.

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