Qué hay en el cajón de los recuerdos de los chicos, y por qué algunos de ellos se van, es uno de los fantásticos misterios de nuestro cerebro. Aquí, algunas claves imperdibles.
Por Ezequiel Gleichgerrcht*
Permítanme situarlos en la escena que tengo en mente. Almuerzo familiar, todos presentes. Mi tío, haciendo honor a su fantástica naturaleza verborrágica, ya va por la quinta anécdota desde que nos sentamos a la mesa. Esta vez, todos los miembros más grandes de la familia se acuerdan de su historia, agregan detalles, se ríen.
Yo sonrío, un tanto escéptico, a la vez que todos esperan mi gran carcajada. Pero no me acuerdo de los eventos que cuentan, no recuerdo haber dicho semejante barbaridad en tan desopilante situación. Lógico: no tenía más que dos años y medio.
Y es que realmente no nos acordamos hechos y eventos que nos suceden en los primeros años de vida por limitaciones que tienen que ver con nuestro propio cerebro, un fenómeno conocido como “amnesia de la infancia”.
Primero, porque las redes cerebrales al nacer no están maduras, y el proceso no se completa para algunas regiones de nuestro encéfalo sino hasta aproximadamente los dieciocho años.
Esto último es especialmente cierto para la corteza prefrontal, la región de nuestro cerebro que queda justo por detrás de la frente y que, desde el punto de vista evolutivo, es la más nueva.
Esta región es importante junto con otras estructuras del cerebro que también están subdesarrolladas los primeros años de vida, tales como el hipocampo y la amígdala, para la formación de una categoría mnésica particular: la episódica, aquella memoria que nos permite adjudicarle un tiempo y un lugar a eventos de nuestra vida.
También es importante, junto a otras redes cerebrales, para el desarrollo de una idea abstracta que como adultos nos resulta muy natural, pero que no está desarrollada en la primera infancia: la idea de una identidad propia, distinta a la de otros y que nos da autonomía personal.
Es lo que en neurociencias y en otros campos como la filosofía se denomina el “self”, un complejísimo constructo que algunos autores sostienen, aunque no sin controversia, es específico de los primates humanos, y que en la última década ha sido abordado experimentalmente desde las neurociencias cognitivas.
La mente del bebé
Por ejemplo, en un experimento clásico de este campo, bebés observan cómo se guarda un juguete de su preferencia en un cajón. A la vez, se observa si ya son capaces de reconocerse en el espejo, un logro que se cree está ligado a la consolidación de la idea de un “self”, una identidad propia.
Dos semanas después, sólo los bebés con esta capacidad logran recordar en qué cajón estaba guardado el juguete, sugiriendo que la formación de las primeras memorias requiere de la consolidación de una idea sobre la autonomía personal.
Tampoco tenemos, al nacer, un lenguaje que nos permita verbalizar los hechos y eventos que nos ocurren. Hoy sabemos por diversos estudios que traer a colación un hecho refuerza esa memoria, motivo por el cual solemos tardar mucho más en acceder a información a la que no accedemos hace años que a información que –aun si adquirimos más tempranamente– usamos de forma más cotidiana.
Evidencia del impacto del lenguaje en el recuerdo de memorias tempranas viene de estudios transculturales. Por ejemplo, cuando se compara el recuerdo de niños chinos del de niños canadienses, estos últimos recuerdan hechos que ocurrieron más tempranamente, probablemente por una combinación de factores culturales y lingüísticos.
A pesar de estas limitaciones, un gran cuerpo de evidencia demuestra que efectivamente formamos memorias en nuestra infancia, incluso antes del año, pero el mundo en que vivimos cuando intentamos recordarlas es tan distinto del mundo que percibíamos cuando éramos bebés (¿se imaginan cómo percibiría de bebé esta misma mesa familiar almorzando, por ejemplo?), que nada en el ambiente logra activar esos recuerdos.
Curiosidades de un estudio
Para comprender este proceso, en un estudio canadiense, le preguntaron a niños y adolescentes cuáles eran sus tres recuerdos más tempranos. Los que tenían entre 14 y 16 años recordaban hechos a partir de los 4 años. Los que tenían entre 6 y 9 años recordaban eventos de cuando tenían aproximadamente 3 años. Entrevistados dos años más tarde, sin embargo, esas memorias no las recordaban; ahora que eran más grandes, recordaban cosas que habían sucedido más tardíamente.
Comprendimos así que la amnesia de la infancia va corriendo el marco temporal a partir del que recordamos eventos y que es a partir de los diez años que uno comienza a recordar de manera fehaciente las cosas que le acontecen.
¿Será acaso evolutivamente ventajoso olvidar lo que nos sucede los primeros años de vida?
Uno de los tantos misterios que aún queda por resolver de nuestro fascinante cerebro.
*Investigador en Neurociencias Cognitivas, director del Instituto de Neurociencias y Educación de la Fundación INECO y profesor de la Universidad Favaloro
Fuente: http://www.clarin.com/buena-vida/tendencias/recordamos-primeros-anos_0_894510735.html
Permítanme situarlos en la escena que tengo en mente. Almuerzo familiar, todos presentes. Mi tío, haciendo honor a su fantástica naturaleza verborrágica, ya va por la quinta anécdota desde que nos sentamos a la mesa. Esta vez, todos los miembros más grandes de la familia se acuerdan de su historia, agregan detalles, se ríen.
Yo sonrío, un tanto escéptico, a la vez que todos esperan mi gran carcajada. Pero no me acuerdo de los eventos que cuentan, no recuerdo haber dicho semejante barbaridad en tan desopilante situación. Lógico: no tenía más que dos años y medio.
Y es que realmente no nos acordamos hechos y eventos que nos suceden en los primeros años de vida por limitaciones que tienen que ver con nuestro propio cerebro, un fenómeno conocido como “amnesia de la infancia”.
Primero, porque las redes cerebrales al nacer no están maduras, y el proceso no se completa para algunas regiones de nuestro encéfalo sino hasta aproximadamente los dieciocho años.
Esto último es especialmente cierto para la corteza prefrontal, la región de nuestro cerebro que queda justo por detrás de la frente y que, desde el punto de vista evolutivo, es la más nueva.
Esta región es importante junto con otras estructuras del cerebro que también están subdesarrolladas los primeros años de vida, tales como el hipocampo y la amígdala, para la formación de una categoría mnésica particular: la episódica, aquella memoria que nos permite adjudicarle un tiempo y un lugar a eventos de nuestra vida.
También es importante, junto a otras redes cerebrales, para el desarrollo de una idea abstracta que como adultos nos resulta muy natural, pero que no está desarrollada en la primera infancia: la idea de una identidad propia, distinta a la de otros y que nos da autonomía personal.
Es lo que en neurociencias y en otros campos como la filosofía se denomina el “self”, un complejísimo constructo que algunos autores sostienen, aunque no sin controversia, es específico de los primates humanos, y que en la última década ha sido abordado experimentalmente desde las neurociencias cognitivas.
La mente del bebé
Por ejemplo, en un experimento clásico de este campo, bebés observan cómo se guarda un juguete de su preferencia en un cajón. A la vez, se observa si ya son capaces de reconocerse en el espejo, un logro que se cree está ligado a la consolidación de la idea de un “self”, una identidad propia.
Dos semanas después, sólo los bebés con esta capacidad logran recordar en qué cajón estaba guardado el juguete, sugiriendo que la formación de las primeras memorias requiere de la consolidación de una idea sobre la autonomía personal.
Tampoco tenemos, al nacer, un lenguaje que nos permita verbalizar los hechos y eventos que nos ocurren. Hoy sabemos por diversos estudios que traer a colación un hecho refuerza esa memoria, motivo por el cual solemos tardar mucho más en acceder a información a la que no accedemos hace años que a información que –aun si adquirimos más tempranamente– usamos de forma más cotidiana.
Evidencia del impacto del lenguaje en el recuerdo de memorias tempranas viene de estudios transculturales. Por ejemplo, cuando se compara el recuerdo de niños chinos del de niños canadienses, estos últimos recuerdan hechos que ocurrieron más tempranamente, probablemente por una combinación de factores culturales y lingüísticos.
A pesar de estas limitaciones, un gran cuerpo de evidencia demuestra que efectivamente formamos memorias en nuestra infancia, incluso antes del año, pero el mundo en que vivimos cuando intentamos recordarlas es tan distinto del mundo que percibíamos cuando éramos bebés (¿se imaginan cómo percibiría de bebé esta misma mesa familiar almorzando, por ejemplo?), que nada en el ambiente logra activar esos recuerdos.
Curiosidades de un estudio
Para comprender este proceso, en un estudio canadiense, le preguntaron a niños y adolescentes cuáles eran sus tres recuerdos más tempranos. Los que tenían entre 14 y 16 años recordaban hechos a partir de los 4 años. Los que tenían entre 6 y 9 años recordaban eventos de cuando tenían aproximadamente 3 años. Entrevistados dos años más tarde, sin embargo, esas memorias no las recordaban; ahora que eran más grandes, recordaban cosas que habían sucedido más tardíamente.
Comprendimos así que la amnesia de la infancia va corriendo el marco temporal a partir del que recordamos eventos y que es a partir de los diez años que uno comienza a recordar de manera fehaciente las cosas que le acontecen.
¿Será acaso evolutivamente ventajoso olvidar lo que nos sucede los primeros años de vida?
Uno de los tantos misterios que aún queda por resolver de nuestro fascinante cerebro.
*Investigador en Neurociencias Cognitivas, director del Instituto de Neurociencias y Educación de la Fundación INECO y profesor de la Universidad Favaloro
Fuente: http://www.clarin.com/buena-vida/tendencias/recordamos-primeros-anos_0_894510735.html
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