Por Samadhi Yaisha / Especial El Nuevo Día
"Me rendí ante Ella, y la Vida se convirtió en mi gran maestra."
Tras mis clases de metafísica, tuve la asignación de ensayar una técnica nueva durante 21 días con el propósito de conectarme con mi interior. Como ya meditaba, escogí un experimento que no estaba en los libros: no resistirme ante lo que más me provocaba rebeldía; la Vida misma.
Comencé por no oponerme a hechos cotidianos: una luz roja, el tráfico, una fila o un local cerrado. En pocos días, tuve resultados más positivos en mis actitudes y mi estado de bienestar; se fortaleció mi práctica de yoga porque no me oponía a la incomodidad en las posturas, practiqué entender que la vida inevitablemente traería dolor y situaciones difíciles que no podría controlar. Me acercaba a un espacio inexplorado en mí: la posibilidad de aceptar la vida en sus términos. Ello no significaba quedarme en una situación de sumisión, pero implicaba aceptar que sí estaba ocurriendo para poder salir de ella.
Durante esas tres semanas, un profundo silencio se asentó en mi ombligo. Aquella sensación ya no dependía de nadie, comenzaba a llevarla conmigo.
Hasta que llegó el día 21. Aún con obstinación, me rendí ante una prueba gorda: el pasado y la imposibilidad de cambiar los eventos que me habían llevado hasta donde estaba. Y tan pronto los solté, como dejar caer una moneda, mi mente dejó pasar la siguiente memoria: me vi a mí misma un año y medio antes recogiendo por décima vez el escritorio en el que trabajaba. Era tarde en la noche y me ocupaba de editar e imprimir un capítulo que se necesitaría para un curso al día siguiente. Me sentía cansada física y emocionalmente; en las últimas semanas había servido como canal de desahogo por diferencias en las tarifas de la institución y en métodos de alimentación. Llevaba un año medio cargando un proyecto de licencia que me pesaba en los tobillos como un bloque de hierro, y enviaba el mismo e-mail de cada tres meses pidiendo documentos que no podía producir yo sola. Ponía de mis recursos personales sin pedir nada a cambio porque creía en el proyecto, pero ya me pesaba demasiado. Llevaba dos meses sin manejar la ansiedad con azúcar y comida, y tenía las emociones a flor de piel. La décima vuelta de organizar el mismo escritorio colmó mi paciencia. “Dios, sácame de aquí. ¡Me quiero ir a India!”, murmuré.
Aún en medio del agotamiento, sentí que una rueda giró dentro de mi. Me senté erguida, dándome cuenta de lo que había dicho y me llevé las manos a la boca. “Retiro lo dicho, ¡detén la rueda!”, le dije al vacío. Exhalé, seguí trabajando y me olvidé del incidente.
Pasado y presente
Volví al presente sintiendo que me pegaba en la cabeza la bola de acero de una máquina demoledora. No podía ser que yo hubiese deseado aquello. Meses más tarde, estaba en India; lo había dejado todo atrás.
Peleé con la vida otra vez, ¿por qué había escuchado la primera petición y no la segunda? --¿Por qué me dijiste que intentara regresar, si mi primera reacción fue irme?--, acusé a mi terapista, quien respondió que era totalmente normal tener coraje. Estaba permitido enojarse con el consejero y también con personas que habían sido figuras de poder en mi vida. Respondió: --Porque jamás hubieses abierto los ojos.--
Nunca hubiese visto que, una vez dejaba de ser conveniente, mis relaciones personales -por más importantes que fueran- terminaban. Me relacionaba desde la necesidad de ser necesitada para luego tener resquemores. En el momento en que deseé irme, estaba metida en un triángulo de “rescate-resentimiento-víctima”. Mi respuesta a ello siempre era huir, pero nunca atendía la raíz del problema. Así no podía tener relaciones saludables ni genuinas conmigo y los demás.
El triángulo de la codependencia
Melody Beattie, reconocida autora de temas de codependencia, explica que ella lo entendió cuando estudió el “Triángulo dramático de Karpman”. Una persona codependiente: asume las responsabilidades ajenas, rescata a los demás de lo que les toca hacer, luego se enoja con ellos por su propia decisión de rescatar; y más tarde; se siente utilizada.
Yo experimentaba esa dinámica en ambas direcciones: fui rescatada de una situación emocional difícil para luego recibir regaños y críticas por ser vulnerable. A cambio, rescataba de vuelta porque me sentía agradecida de haber sido salvada, pero después resentía tener más tareas de las que podía llevar a cabo.
--El paso de aceptación es el más difícil. Saber que no hay vuelta atrás.-- dijo el consejero. Creía que la fase de rabia por lo que nunca había exteriorizado sería lo difícil. Sin embargo, este último paso me pegó fuerte. Me sentí culpable otra vez. Por mi culpa, por mi gran culpa...
¿Cómo evitar que ocurra nuevamente?
La culpa sólo me serviría para quedarme en el triángulo e intentar “arreglarlo”. Para salir, necesitaba seguir mi proceso de recuperación y no olvidar -como había hecho 12 años antes- que es un trabajo interior para toda la vida. La codependencia es una adicción a relaciones disfuncionales y como cualquier otra, si no se atiende empeora con el tiempo. Me funcionaba estar alerta a cómo me cuidaba a mí misma, cómo permitía que los demás me trataran y cómo los trataba yo. Finalmente, tras un año y tres meses, llegué a los pasos 9 y 10 del libro de terapia “Love is a Choice”: estar consciente y hacerme responsable de los roles que asumía en mis relaciones interpersonales y proseguir un programa de mantenimiento de todos los pasos que había trabajado.
Aprendí las siguientes herramientas:
1. Hacer regularmente un inventario de mis relaciones personales presentes y cómo me relaciono con los demás - el propósito es evitar asumir papeles que me habían causado devastación emocional, no cegarme ante relaciones interpersonales que parecieran mágicas, observar si ocultaba o justificaba los comportamientos de otros que en realidad me hacían daño pero no era capaz de señalar; estar pendiente mis necesidades en vez de vaciarme en los demás.
2. Hablar con otros que trabajaban su recuperación - el aprendizaje de otros que habían caminado más que yo era útil para darme cuenta si me estaba mintiendo a mí misma en mis relaciones presentes. En esto son fundamentales los grupos de apoyo.
3. Concentrarme en crecer emocional y espiritualmente antes de ayudar a otros o entrar en una relación significativa - había atravesado mucho en pocos meses; no necesitaba hacerme cargo de más cosas.
4. Meditar a diario - establecer una conexión regular con mi poder y guía interior. Ello podía incluir escribir o una actividad creativa que me hiciera sentir conectada.
-Y perdonarte- me recordaba el terapista. Entender la extrañeza de que había establecido relaciones disfuncionales en un esfuerzo agudo de llenar huecos emocionales. Y, tal y como me había invitado el terapista inglés que conocí en el ashram de Osho en India, agradecer a la niña interior que había gritado que lo que veía a su alrededor no funcionaba.
Una vez vi todo esto, sentí mucha liberación: si había sido capaz de crear tanto dolor en mi vida y en las de otros por ignorancia, porque jamás me había dado permiso a sentir enojo, ¡cuánto más podría crear positivamente al estar consciente de mis sentimientos y habilidades! Aún surgía la pregunta: ¿cómo encuentro esa conexión interior que me mantendrá consciente y alerta? Y buscando eso que llamaba “mi eslabón perdido”, comencé otra aventura de 90 días.
Visita en Facebook: “90 días: Una jornada para sanar”.
Tras mis clases de metafísica, tuve la asignación de ensayar una técnica nueva durante 21 días con el propósito de conectarme con mi interior. Como ya meditaba, escogí un experimento que no estaba en los libros: no resistirme ante lo que más me provocaba rebeldía; la Vida misma.
Comencé por no oponerme a hechos cotidianos: una luz roja, el tráfico, una fila o un local cerrado. En pocos días, tuve resultados más positivos en mis actitudes y mi estado de bienestar; se fortaleció mi práctica de yoga porque no me oponía a la incomodidad en las posturas, practiqué entender que la vida inevitablemente traería dolor y situaciones difíciles que no podría controlar. Me acercaba a un espacio inexplorado en mí: la posibilidad de aceptar la vida en sus términos. Ello no significaba quedarme en una situación de sumisión, pero implicaba aceptar que sí estaba ocurriendo para poder salir de ella.
Durante esas tres semanas, un profundo silencio se asentó en mi ombligo. Aquella sensación ya no dependía de nadie, comenzaba a llevarla conmigo.
Hasta que llegó el día 21. Aún con obstinación, me rendí ante una prueba gorda: el pasado y la imposibilidad de cambiar los eventos que me habían llevado hasta donde estaba. Y tan pronto los solté, como dejar caer una moneda, mi mente dejó pasar la siguiente memoria: me vi a mí misma un año y medio antes recogiendo por décima vez el escritorio en el que trabajaba. Era tarde en la noche y me ocupaba de editar e imprimir un capítulo que se necesitaría para un curso al día siguiente. Me sentía cansada física y emocionalmente; en las últimas semanas había servido como canal de desahogo por diferencias en las tarifas de la institución y en métodos de alimentación. Llevaba un año medio cargando un proyecto de licencia que me pesaba en los tobillos como un bloque de hierro, y enviaba el mismo e-mail de cada tres meses pidiendo documentos que no podía producir yo sola. Ponía de mis recursos personales sin pedir nada a cambio porque creía en el proyecto, pero ya me pesaba demasiado. Llevaba dos meses sin manejar la ansiedad con azúcar y comida, y tenía las emociones a flor de piel. La décima vuelta de organizar el mismo escritorio colmó mi paciencia. “Dios, sácame de aquí. ¡Me quiero ir a India!”, murmuré.
Aún en medio del agotamiento, sentí que una rueda giró dentro de mi. Me senté erguida, dándome cuenta de lo que había dicho y me llevé las manos a la boca. “Retiro lo dicho, ¡detén la rueda!”, le dije al vacío. Exhalé, seguí trabajando y me olvidé del incidente.
Pasado y presente
Volví al presente sintiendo que me pegaba en la cabeza la bola de acero de una máquina demoledora. No podía ser que yo hubiese deseado aquello. Meses más tarde, estaba en India; lo había dejado todo atrás.
Peleé con la vida otra vez, ¿por qué había escuchado la primera petición y no la segunda? --¿Por qué me dijiste que intentara regresar, si mi primera reacción fue irme?--, acusé a mi terapista, quien respondió que era totalmente normal tener coraje. Estaba permitido enojarse con el consejero y también con personas que habían sido figuras de poder en mi vida. Respondió: --Porque jamás hubieses abierto los ojos.--
Nunca hubiese visto que, una vez dejaba de ser conveniente, mis relaciones personales -por más importantes que fueran- terminaban. Me relacionaba desde la necesidad de ser necesitada para luego tener resquemores. En el momento en que deseé irme, estaba metida en un triángulo de “rescate-resentimiento-víctima”. Mi respuesta a ello siempre era huir, pero nunca atendía la raíz del problema. Así no podía tener relaciones saludables ni genuinas conmigo y los demás.
El triángulo de la codependencia
Melody Beattie, reconocida autora de temas de codependencia, explica que ella lo entendió cuando estudió el “Triángulo dramático de Karpman”. Una persona codependiente: asume las responsabilidades ajenas, rescata a los demás de lo que les toca hacer, luego se enoja con ellos por su propia decisión de rescatar; y más tarde; se siente utilizada.
Yo experimentaba esa dinámica en ambas direcciones: fui rescatada de una situación emocional difícil para luego recibir regaños y críticas por ser vulnerable. A cambio, rescataba de vuelta porque me sentía agradecida de haber sido salvada, pero después resentía tener más tareas de las que podía llevar a cabo.
--El paso de aceptación es el más difícil. Saber que no hay vuelta atrás.-- dijo el consejero. Creía que la fase de rabia por lo que nunca había exteriorizado sería lo difícil. Sin embargo, este último paso me pegó fuerte. Me sentí culpable otra vez. Por mi culpa, por mi gran culpa...
¿Cómo evitar que ocurra nuevamente?
La culpa sólo me serviría para quedarme en el triángulo e intentar “arreglarlo”. Para salir, necesitaba seguir mi proceso de recuperación y no olvidar -como había hecho 12 años antes- que es un trabajo interior para toda la vida. La codependencia es una adicción a relaciones disfuncionales y como cualquier otra, si no se atiende empeora con el tiempo. Me funcionaba estar alerta a cómo me cuidaba a mí misma, cómo permitía que los demás me trataran y cómo los trataba yo. Finalmente, tras un año y tres meses, llegué a los pasos 9 y 10 del libro de terapia “Love is a Choice”: estar consciente y hacerme responsable de los roles que asumía en mis relaciones interpersonales y proseguir un programa de mantenimiento de todos los pasos que había trabajado.
Aprendí las siguientes herramientas:
1. Hacer regularmente un inventario de mis relaciones personales presentes y cómo me relaciono con los demás - el propósito es evitar asumir papeles que me habían causado devastación emocional, no cegarme ante relaciones interpersonales que parecieran mágicas, observar si ocultaba o justificaba los comportamientos de otros que en realidad me hacían daño pero no era capaz de señalar; estar pendiente mis necesidades en vez de vaciarme en los demás.
2. Hablar con otros que trabajaban su recuperación - el aprendizaje de otros que habían caminado más que yo era útil para darme cuenta si me estaba mintiendo a mí misma en mis relaciones presentes. En esto son fundamentales los grupos de apoyo.
3. Concentrarme en crecer emocional y espiritualmente antes de ayudar a otros o entrar en una relación significativa - había atravesado mucho en pocos meses; no necesitaba hacerme cargo de más cosas.
4. Meditar a diario - establecer una conexión regular con mi poder y guía interior. Ello podía incluir escribir o una actividad creativa que me hiciera sentir conectada.
-Y perdonarte- me recordaba el terapista. Entender la extrañeza de que había establecido relaciones disfuncionales en un esfuerzo agudo de llenar huecos emocionales. Y, tal y como me había invitado el terapista inglés que conocí en el ashram de Osho en India, agradecer a la niña interior que había gritado que lo que veía a su alrededor no funcionaba.
Una vez vi todo esto, sentí mucha liberación: si había sido capaz de crear tanto dolor en mi vida y en las de otros por ignorancia, porque jamás me había dado permiso a sentir enojo, ¡cuánto más podría crear positivamente al estar consciente de mis sentimientos y habilidades! Aún surgía la pregunta: ¿cómo encuentro esa conexión interior que me mantendrá consciente y alerta? Y buscando eso que llamaba “mi eslabón perdido”, comencé otra aventura de 90 días.
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